Al fondo a la derecha
Ya está en las librerías Al fondo a la derecha.
Este libro, editado por Caja Duero, es una antología de artículos publicados por Raúl Vacas (bajo el seudónimo de eltiopaco) en el semanario
TRIBUNA UNIVERSITARIA, durante los años 1999, 2000 y 2001.
Isabel Castaño escribe en la portada del libro:
"Hay artículos que huelen a café de máquina, a sábanas pegadas, y a horas muertas […] y van de boca en boca como besos furtivos".
Así comienza eltiopaco este librito que construyó desde la clandestinidad de su telaraña. Aquella que tejía cada lunes al fondo a la derecha en Tribuna Universitaria. Durante tres años, esta araña laboriosa nos atrapó y zarandeó de una parte a otra envolviéndonos con sus jugos; tocando, como al arpa, nuestras fibras; encandilándonos con su palabrería de vendedor de fetiches y amuletos para la suerte; preparándonos como meros voceadores de sus encantos, porque nadie como eltiopaco sabe del poder contagioso del boca a boca.
Somos muchos los afectados por su locura, y es seguro que este libro reavivará el veneno que inoculó en nuestra mente. He visto a mi madre con los primeros síntomas: se ha hecho un gorrito de papel con el ABC y ha salido armada con la mano de un mortero para hacerse con un ejemplar de este libro.
Allá las Autoridades Sanitarias si no piensan hacer nada para impedírselo”.
María Jesús San José (Coordinadora de TRIBUNA Universitaria) apunta en el prólogo:
“A veces cierro los ojos y viajo hasta “el fondo a la derecha”. Allí me encuentro con el abecedario conjugado en pretérito perfecto de poesía; con el mejor lugar para descansar de la pirámide invertida, los titulares y las entradillas, y en el que poder disfrutar del placer de las palabras con mayúsculas, bien escritas y sentidas, ordenadas y bañadas de ilusión y trabajo.
El tío Raúl (Paco para los amigos) nos invitó en su rincón a compartir su vida, y de paso su poesía, su yo auténtico, su corazón rojo, y su canción protesta.
Te echábamos de menos, pero ahora nos regalas este libro para que nos ‘empachemos’ de ti. Gracias por existir, pero sobre todo por escribir.”
Para muestra, un par de botones:
Definir el amor
20 de noviembre de 2000
Llevo días buscando una definición para el amor. Al menos una respuesta que me tranquilice o una metáfora de saldo, pero nada. He navegado millas por Internet y por el diccionario. He releído un libro titulado Te amo y he vuelto a la primera hoja de mi agenda, pero tan sólo había cáscaras. Unos apuntes. Nada más.
He removido en los poemas de Cernuda, en los pronombres de Salinas, en el polvo enamorado de Quevedo, en las películas de Almodóvar, en los horóscopos del teletexto, en las canciones de Sabina, en los test del Super Pop, en El Cantar de los Cantares, en cientos de autodefinidos y hasta en las páginas blancas y amarillas. Y me he tenido que tomar una aspirina efervescente.
Difícil tarea la de cazar al vuelo la palabra “amor”. Ni hurgando en las cloacas de mis sueños, ni afilando mis neuronas, ni escuchando en un fonendo el corazón, ni entre las líneas de mi mano, ni detrás de la bragueta hallé una pista, una respuesta sólida.
¿A qué huele el amor? ¿A qué demonios se parece?
¿Qué es el amor? ¿Es una gota de agua en un cristal? ¿Es un vacío largo sin hablar? ¿Es una fruta para dos? Nada de cuanto oigo, leo o escucho me convence. Nada me saca de esta indecisión, de la terrible duda. ¿Es compartir un tallarín hasta juntar los labios? ¿Es un deporte de alto riesgo?
“Nada me dice la A, nada me dice la M, nada me dice la O, nada me dice la R”, escribe Félix Grande igual de escéptico. ¿Qué es el amor? ¿Leer a medias el periódico? ¿Andar a saltos entre el tráfico? ¿Cantar hasta quedar afónicos?
Ay. Si alguien me dijera con palabras qué se ama cuando se ama. Si alguien me contara que el amor no tiene límites, que un día hace su nido en nuestro ombligo y crece como un árbol o huye cualquier noche como un ave migratoria. Ay, el amor. Ni Hegel, ni Pitágoras, ni Gauss supieron despejar con éxito la incógnita y abrir la caja de Pandora.
Ay el amor de Jeremy Iron por Lolita, el amor con IVA de las prostitutas, el amor de ultramar de los pescadores, el amor sin red de los funambulistas, el amor del psicópata, el amor reumático de los ancianos, el amor en Braille, el amor imposible, el amor de los solitarios, el amor del suicida, el amor del loco, el amor de los recién casados, el amor de los homosexuales, el amor de los poetas, el amor de los cardiólogos. Ay, el amor.
Pongamos que hablo
4 de diciembre de 2000
Hoy escribo en el autobús como los novelistas más vendidos o los articulistas de la prensa del domingo. Es hora de comer. Delante, una mujer desconocida llora sola. Al lado está Miguel regando la mirada en un poema babilonio. Hoy no discrepa sobre nada.
Es una sensación extraña la de recorrer kilómetros y palabras escuchando las conversaciones anejas y ajenas, administrando el sueño de Madrid y los pecados capitales, untando el corazón con la película del autobús que casi nadie mira.
Hoy en Madrid el cielo es del color de las aceras. Llueve sin prisa. Los coches han tomado la eme treinta y desfilan veloces y apretados como los ñus del Serengeti.
Y también la memoria tiene su autopista y su peaje, y por allí transitan los recuerdos como coches de choque.
Atrás queda la gran ciudad, el frío de sus áticos, las cervezas que importan en Santa Ana, los libreros de la Cuesta de Moyano, el crujido del otoño en el Retiro, las rebajas del metro, los charcos de la Plaza y el reloj de Sol.
Todo parece distinto en Madrid. El Madrid de los Austrias y de los Borbones. El Madrid insólito con sus tiendas de fajas y licores carísimos, con su olor a café y a gasolina, a cartón empapado y a manzana de feria. El Madrid rubio y moreno de las chulapas. El Madrid noctámbulo y ambiguo de Sabina. El Madrid impersonal y terrible de los vagabundos y los hombres de traje gris. El Madrid atlético y real.
Madrid me gana el corazón. Allí la vida es de otro modo. Allí la realidad es más confusa y fascinante, como el telediario del Milá o una película subtitulada.
Y en medio de esa algarabía, uno siente que es el dueño de una historia anónima, que es uno más en esa cabalgata del trabajo y la rutina, que el tiempo allí es más caro que las prostitutas, que nadie teme al silencio, que los pájaros no dicen ni pío y los taxistas ponen precio a cada paso.
Todo es orégano en Madrid. Allí no puedo gritar, no puedo caminar sin gafas, no puedo contar chistes en el metro. Tengo que atar cada palabra, desenvolver mi soledad, morirme un rato. Pero me encantan los murciélagos del Ritz, el ruido del teatro, el sueño de los árboles, la luna urbanizada.
Un día de estos, cuando acabe la carrera, me mudaré a Madrid. Alquilaré una habitación en Fuencarral o Antón Martín con vistas al futuro. Me anunciaré como poeta en Internet. Aprenderé a bailar el chotis y el cuplé. Y a dormir de un tirón. Y a deshacer el nudo de corbata. Y a decir hasta luego.
Y puede que algún día compre un piso, allí en Madrid, y me hagan presidente de la comunidad de vecinos, y me aprenda los bares que hay en Huertas, y me encuentre a Belén en medio de un atasco y la vuelva a besar en la boca del metro.
Hoy escribo en el autobús, con Miguel a mi lado, con una mujer que llora porque murió algún familiar, con un señor que habla con su móvil y bosteza consonantes, con el recuerdo aún reciente de Madrid.
También en Salamanca el día es triste como papel de celofán. Quizá me quede aquí toda la vida. Quizá me pudo la aventura de ser náufrago en Callao. Quizá esta noche juegue al Monopoly con mi hermana. Madrid empieza con eme y termina con te.
Elegía concentrada
5 de febrero de 2001
Para qué negarlo, me gustan las mujeres. Todas. De aire, de tierra y de mar. Todas. Me gustan con dieciocho, con treinta y tres y con sesenta y pico.
Me gustan con vaqueros, con faldas y a lo loco, con peinado llongueras, con horquillas azules, con pijama de raso. Altas, tristes, silenciosas me gustan.
Me gustan en la cafetería de la facultad, mirando de reojo. En los supermercados céntricos, en las paradas de autobús, en los bares de alterne, en las mercerías, en su salsa.
Me gustan naturales como los danones, únicas como la vida y la muerte, irrepetibles. Con cara de frío, con sueño atrasado, con pan y cebolla, con uñas y dientes.
Me gustan las que callan, las que salen de noche perfumadas; las que roban piropos en los pasos de cebra, las que anuncian compresas de colores.
Me gustan las oficinistas rubias, las esposas de los policías, las bibliotecarias sin moño, las cantantes de jazz. Me gustan las azafatas miopes, las estudiantes de piano, las maestras descalzas. Todas.
No hay noche en que no sueñe con sus médulas; en que no cifre sus misterios una a una; en que me duerma, de una vez, sin ofrecerles un papel en uno de mis sueños. Porque con ellas me desnudo (es una metáfora), me hago el tonto, bailo, sufro, canto, sueño, corto y cambio. Con ellas me sonrojo, me hago el chulo, saco bola, enchufo el móvil. Con ellas se me cae toda la baba en el jersey como a un bobito.
Ay, las mujeres. Me gustan cuando lloran, cuando aprueban, cuando pagan con Visa en las boutiques de moda, cuando se tiran de los pelos en los cines, cuando se ponen mascarillas de pepino, cuando se rizan las pestañas y se pintan los besos.
Me gustan las que apenas me conocen, las que leen entre líneas en el metro, las que juegan al tenis los domingos y bajan, cada noche, la basura. Las que salen del baño con la piel perfumada y la toalla en el pelo, las mujeres platónicas, las mujeres maniáticas, las que pierden al mus, las que creen en los ovnis, las que entienden de fútbol, las que beben cerveza, las que lloran sin rímel, las sonámbulas. Todas. Te, o, de, a, ese.
¿Suspendido o suspenso?
26 de febrero de 2001
Hoy me sentaría a esperar frente a un escaparate. Recogería el corazón en la tintorería y tu silencio único. Caminaría al límite de ti.
Hoy –después de las noticias– me gustaría acariciarte el cuello como un actor de cine; besarte de memoria; morder tu soledad, tu sexo omnívoro.
Y en cambio estoy aquí, en medio del alambre de este circo, tratando de llegar al otro lado; soñando con el día en que por fin pueda brindar contigo por mi aprobado en el amor y la matrícula del coche. Pero es el tiempo el máximo enemigo de mi edad y espectador de mi fracaso y para colmo llueve.
No hay nada en este lunes que explique mi tristeza. Nada es ajeno al corazón o a las manías de la muerte. Somos amor y muerte, sangre y huesos, original disfraz de carnaval cortado por un sastre.
¿Qué precio tiene el corazón? ¿Quién es, por fin, el hombre? ¿Cuál es su historia íntima? ¿Quién, sino Dios –y algún controlador aéreo–, decide los destinos? ¿Quién califica y grapa nuestros sueños?
Hoy no me importaría morirme un rato, gritar en una iglesia, sonreír adrede. Ser uno de esos héroes cotidianos que lucha contra el hambre y el amor sin munición alguna. Entrar en los despachos de los profesores con una orden judicial. Jugar a ser mayor. Salir en los periódicos.
Pero es mejor andar de un lado para otro hasta encontrar mis ruinas. Entrevistarme con mi sombra. Sellar mi indiferencia en el INEM y echar un par de instancias –sin remite– a algún excelentísimo.
Hoy no es mi día, perdonadme. Hoy estoy harto de mirar el calendario como un preso. De entrar en la semana, cada lunes, igual que a un velatorio. De pelear por mi autodeterminación en cada papeleta. De armar estas palabras.
Y siento que mi vida –este febrero– está en las manos de un ventrílocuo. Que tengo que reír cuando él mueve mi boca o hacer el gesto de llorar sin apretar mis ojos de cerámica.
Hoy no he parado de pensar en mí. ¿Cómo podré abatir al francotirador de mis deseos? ¿Cómo podré aguardar hasta septiembre en esta guerra, igual que aguarda un jubilado su análisis de orina? ¿Es, quizá, el árbol de la fe de hoja perenne? ¿Dónde estará el interruptor de mi futuro?
Bienaventurados los que aprueben sus exámenes finales porque de ellos será –después de la licenciatura– el reino del empleo.
Allí estaré cinco minutos antes, con los oídos muy abiertos, la boca hecha agua salada por los adelantos, y papel y boli al lado del corazón.
ResponderEliminarPrometido.