Adiós, Mario Merlino
Ayer conocí la noticia de la muerte de Mario Merlino, profesor de lengua y literatura, escritor, poeta, dramaturgo, "performancer", organizador de talleres literarios y, sobre todo, traductor.
Yo tuve la suerte de asistir a uno de sus talleres ("La escritura: tesoros en el abismo") en el XIX Carnaval Literario de la Escuela Gençana. Allí conocí, de su mano, la obra "Mediations" de Gary Hill, uno de los pioneros del video art. Fue un taller inolvidable. Los chicos de bachillerato vencieron su timidez inicial y se arrancaron a escribir sobre los folios de papel que Mario, antes de iniciar el taller, había arrugado (en forma de pelota) y depositado sobre su mesa.
En el taller reflexionó y nos invitó a todos a hacerlo sobre lo cóncavo y lo convexo, sobre lo vacío y lo lleno, sobre el silencio y el sonido. Mientras escribíamos -incitados por él- sonaba la canción "Silence is sexy" de Einstürzende Neubauten. Fue una hermosa experiencia.
Y tuve el placer de conocerlo más de cerca y de escucharlo, durante tres años, en los encuentros de Animación a Lectura de Arenas de San Pedro, organizados por Federico Martin Nebras y la Asociación Pizpirigaña.
Allí, junto a Jesús Marchamalo (y Noni Benegas, en una ocasión), nos hizo disfrutar con su humor, su inteligencia y su intuición poética en sucesivos recorridos por las preposiciones, las conjunciones y los adverbios. En el bosque de Riocantos aún perduran, entre los árboles, muchas de aquellas palabras.
Mario Merlino tradujo, entre otros autores, a Jorge Amado, Clarice Lispector, Ana María Machado, Nélida Piñón, Eça de Queirós, António Lobo Antunes, Gianni Rodari y Allen Ginsberg. En 2004 recibió el Premio Nacional a la mejor traducción por Auto de los condenados, de António Lobo Antunes. Su último trabajo como autor fue, precisamente, con Jesús Marchamalo, gran amigo y compañero de charlas y conferencias. No hay adverbio que te venga bien, ilustrado por Isidro Ferrer y editado en Eclipsados, recoge la conferencia que pronunciaron en 2008 en Arenas de San Pedro.
Puedes conocer algo más sobre Mario Merlino en una entrevista publicada en la revista Consumer
Y también puedes leer las líneas que le dedica Clara Obligado en el blog de su taller. Ambos, además de amigos, fueron pioneros en la puesta en marcha de talleres de escritura creativa en Madrid y compartieron muchos proyectos.
Dejo aquí un fragmento de No hay adverbio que te venga bien en recuerdo de un gran amante de las palabras, un tipo cariñoso, entrañable y con gran sentido del humor, del que me siento orgulloso de haber aprendido tantas cosas. Gracias, amigo:
"Me gustan las palabras. Me gusta bajar por la mañana a comprarlas y elegirlas, una a una, como si fueran albaricoques maduros.
Nunca se sabe qué palabras van a necesitarse a lo largo del día. Nunca se sabe cuáles sacar de casa en la mochila, o llevar en la maleta, de viaje. Cuántos adjetivos –blanco, oloroso, fértil–, cuántos verbos y cómo conjugarlos: te quiero, conduzco, abriendo, he estado, supuse... Cuántos artículos indefinidos. Cuántas preposiciones. Me gustan las palabras. Me gusta atesorarlas, pero también dejarlas escapar, a veces, como si no fueran mías. Neblina pesa tan poco, es tan inerte, que basta con mover los labios para que la mínima racha de viento se la lleve.
Hay decenas de miles de palabras. O más. Palabras construidas en chapa, esqueje; o con madera, tacón; palabras recortadas en papel cebolla, sílfide o liminar; y palabras bastas como una tela vieja: lomera, bayeta, batanar… Dice John Berger, el escritor, que hay palabras que hay que masticar, como si tuvieran nervios: duplicar, irreversible. Palabras que se te hacen una bola, como el filete de un mal comedor: sacramento, pigmentación, geoestratégico... Y hay otras que se te deshacen en la boca, como los versos de un poeta romántico: titilar, libélula...
A mí me ha gustado siempre ulular. Y no me gusta, nada o casi nada, abencerraje. Me gusta merengue, y detesto canaleta. Me gusta decir bucle, y odio decir tajada.
Mi amigo Luis Mateo Díez, con quien me encontraba alguna mañana, alto y delgado, transversal como un quijote, en el bar La Escalinata, en la Plaza Mayor de Madrid, me contó que a él la palabra que menos le gusta es escrófula. Nunca he sabido exactamente lo que significa pero es una palabra horrible. Escrófula. Las palabras de los médicos siempre suenan fatal, a diagnóstico terminal, a desahucio: mesenterio, linfático, tumefacto...
Sin embargo son bonitas las de los oculistas: iris, pupila, miope. Otra palabra que no me gusta nada es espetar. Suena a mecanismo explosivo: espetó. A granada de mano: coges la palabra, la sujetas con fuerza en la mano, quitas el pasador con los dientes, la arrojas lo más lejos posible, te proteges y esperas. Uno, dos, tres, cuatro...
No se ha oído porque la he tirado lejos. Pero desengáñate: ha espetado"